Viernes, Octubre 6, 2006 

Mi mente empieza a viajar. Al igual que el paisaje por la ventana del taxi, mis ideas corren constantes formando la pintura de lo que siento; el momento de verte había llegado. Poco a poco me aceraba a mi destino, o más bien el destino se acercaba a mí.

En el momento que puse el pie en el piso sabía que no había marcha atrás. Como siempre el tiempo no es aliado, apenas había tiempo para conocernos para sonreír y quedar con más preguntas de las que había al llegar.

Mientras caminaba para llegar al punto donde habíamos quedado de vernos, notaba que mi mente no era capaz de mantener una idea, veía como a los segundos les encanta jugar, son tan largos en la espera como para mirar cuatro o cinco veces el reloj en diez minutos y serán tan cortos cuando llegue, que sería una de esas noches que la luna correrá en el cielo. No sé porque en esos momentos en que no se puede pensar se empieza ver lo cotidiano tan único; la forma en que las personas miran, la forma en que entran y salen de locales buscando lo que en el fondo, todos sabemos que no se les ha perdido.

Empiezo a mirar todos los caminos por donde puede llegar, cada sombra que veía me hacía girar, si hasta ahora ninguna era ella, la hora ya era la indicada y en cualquier momento una de esas sombras sería de quien es culpable de esta espera.

Cada segundo esperándola es una eternidad. Las mujeres suelen llamarnos exagerados a los hombres, cuando les decimos que nos han hecho esperar, lo que no se dan cuenta es que es un segundo lejos de su compañía, un segundo en que no vemos su sonrisa y por ende un momento eterno que no pudo vivir.

Y en ese momento en que se piensa todo, en ese abrir y cerrar de ojos a los lejos la empecé a divisar. Mi puño izquierdo se cierra de nervios, mientras mi mano derecha se oculta atrás de mi espalda con el regalo que esa noche le iba a dar.

Mientras ella caminaba hacia mí, recordé a un amigo de la infancia que siempre decía que ese era el momento más detestable de toda una relación; ese primer momento en la salida, en que no sabes si correr a ella, caminar a la misma velocidad, esperarla, levantar las manos para que te vea o gritar… entre tantas posibilidades que pasaron por mi mente, hice la única que no hubiera pensado jamás: quedarme petrificado viéndola caminar.

Cuando Juliana estaba a menos de veinte pasos de mí, yo solo pensaba, solo sentía, solo me preguntaba  ¿donde había estado ella toda mi vida que yo no la encontraba? Sí bien la pregunta estaba tan estructurada como mis ideas en ese momento, la verdad es que yo solo la miraba y noté que en mi vida nunca ha existido alguien igual.

Su piel color sueños, su sonrisa de marfil, sus ojos brillantes me cortaron las palabras mientras que mi cerebro solo pensaba si darle ese regalo que celosamente escondía y que sabía que ella no esperaba.
Cuando quedamos uno justo en frente del otro, Juliana, con la luz de la noche solo me dijo “hola”. Mientras me acercaba a su mejilla me di cuenta que tenía miedo de ser demasiado formal, pues yo de verdad la quería conquistar. Justo después de dar aquel nervioso beso en la mejilla estaba decidido, le iba a dar el regalo.

La mire a los ojos, sonreí;  no soy un hombre que crea en supersticiones pero por algo que todavía no logro explicar,  no sabía cómo había llegado yo hasta ahí, no sabía de ahí en adelante que iba a pasar, solo sabía que esa noche había encontrado lo que no sabía que estaba buscando: Felicidad.

Respiré tan profundo como aquellos que creen que el aire da fuerza que el alma aún no tiene, apreté levemente el regalo y las palabras aunque no muy coherente empezaron a salir:

-        -   ¿Sabes que el cielo de cada persona tiene estrellas?
-     -  Sí – Respondió Juliana, mientras miraba con esa cara picara de las mujeres cuando tienen curiosidad

En ese momento dejé de esconder mi mano derecha en mi espalda y en su mano izquierda deje caer una estrella de origami.

Mientras ella solo sonreía yo sabía que el mejor momento de mi vida estaba por comenzar. 

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